Libro de memorias "Deja entrar la luz" de Loreto Varela editado por Memorias Ediciones

Loreto Varela

Deja entrar la luz

TAN LEJOS, TAN CERCA

La llamada procedía del otro lado del océano, pero la voz de la mujer que me hablaba desde la lejanía, la sentí muy cercana. No hablo de distancias, esa cercanía me traía la sensación de haber encontrado a una hermana, un alma gemela, no sé… alguien a quien ya quería. Me impresionó que esa mujer, Loreto, se mostrase así, tan entregada, tan confiada de haber encontrado a la persona adecuada para ayudarla a lograr su propósito. No debe ser sencillo poner en las manos de un desconocido las joyas de tu vida y las piedras de tu camino para que te ayude a convertirlas en un libro.

Al cabo de cinco minutos ya estaba leyendo el texto que Loreto había conseguido escribir y que acababa de llegar por correo a la editorial. Era breve, pero con franqueza, era un joyero que guardaba intenciones, metáforas, experiencias, sensaciones… no importaba lo poco que decía sino lo mucho que sugería. Citaba a Rumi, el poeta persa: La herida es el lugar por donde entra la luz. Y hablaba de la técnica japonesa del Kintsugi, que considera las roturas y reparaciones de un objeto como parte de su historia y deben mostrarse en lugar de ocultarse.

Rosa Serra, Directora de Memorias Ediciones

Hay una grieta en todo, así es como entra la luz
Leonard Cohen

ADIÓS

Tomé las llaves de mi auto de la mesilla de noche. Estaba decidida a arrancarlo, irme lejos y estrellarme contra lo que fuera para matarme. Era mi total intención. Mi imperfecto plan. Lo que tocaba hacer después de pasar la noche entera sin dormir, sentada en el piso de mi habitación con la única compañía de ese polvo blanco que me dominaba. No había más que eso, sólo desaparecer, terminar con todo.
A mis padres ni les avisé, salí de casa muy temprano en la mañana, encendí mi Subaru 2008 y arranqué sin pensar más. Conducir, llorar, conducir, llorar. Sin rumbo definido, sólo lo más lejos, eso sí lo tenía bien claro.
De pronto las fuerzas me abandonaron y paré en una tienda de provisiones en mitad de un camino, junto a una gasolinera, para comprarme un café y dar ese último jalón que me diera el valor, que callara un poco la angustia y aplacara el miedo para hacer lo que estaba decidida a hacer: suicidarme. No quería vivir más, pero sí estar bien despierta a la hora precisa: la muerte no tenía que sorprenderme dormida. Porque ya no tenía nada más. Porque las fuerzas ya no cabían en mi cuerpo, desgastado por la falta de alimento e invadido por completo por la droga. Porque ya no encontraba razones para vivir.